
Me
llega entonces a las manos, y a los ojos este libro hermoso del cuál
no puedo separarme, y si lo hago es porque los deberes del mundo real
me llaman. De por si su autora me intriga, me fascina, aún sin
conocer su obra por lo poco que he leído sobre ella, francesa,
alcoholica, instintiva, caótica, y genio; varios adjetivos que me
resultan deliciosos.
Una
mujer bellisima en su juventud, y aún en sus años de adultez,
seductora, perversa, tan egocéntrica y maravillosa a la vez que su
obra no es más que ella misma traducida a las letras.
Entonces
entre los muchos elementos deliciosos e inquietantes que me dejó
este libro, que me llegó en el momento oportuno y me arrancó
lágrimas, suspiros, que me revivió recuerdos, me quedo con su
personificación de las cosas. Y es que a menudo hablamos de
cosificar a las personas, de quitarles su humanidad y reducirlas a un
objeto.
Pero
nunca nos ponemos a pensar en el ejercicio contrario, que incluso me
atrevería a decir lo empleamos más a menudo personalizar un objeto,
dotarlo de alma, de vida, lo hemos hecho todos, incluso, lo han hecho
quiénes critican a la banalidad, a la trivialidad.
Los
objetos dejan de ser eso, un simple objeto cuando su sola existencia
nos remite a algún sentimiento, los objetos son recuerdos, son
olores, sabores, son situaciones que a diferencia de nosotros si han
perdurado, si han logrado burlar al tiempo.
Entonces
en el amante, aparece este acto, desde el comienzo, desde la misma
razón de la creación del libro, unas fotografías. ¿qué son?
Simple papel fotográfico con químicos, ajadas por los años, llenas
de polvo. Pero dejan de ser esto cuando transportan a Marguerite en
un viaje express por su memoria, cuando le permiten ver rostros que
ya no existen, cuando le permiten revivirse a ella misma en su
juventud, se ve, y siente como si lo viviera de nuevo, se ve en las
fotos y siente así sea una ilusión que puede ser joven de nuevo.
Se
evidencia todavía más con el sombrero, ese famoso sombrero palo de
rosa de hombre, ese, y no otro que llegó a su cabeza por azares del
destino, y que según ella misma lo dice, pareciese que haya sido el
que la haya dotado de ese carácter de esa sensualidad mística que
se le antojaba irresistible a los hombres, y por lo que no podía
escapar a las miradas.
Un
simple sombrero, viejo, ahora estaba dotando de cualidades a una
persona, como decir entonces que es un simple objeto, si tan solo con
existir tuvo la capacidad de alterar la vida a su dueña que si
poseía vida.
Yo
no podría concebir mi vida sin objetos, sin los objetos que la
componen, me tacharán de banal, es probable, y tal vez tengan razón,
no es mala una dosis de banalidad para la vida. Muchos objetos que me
acompañan definen en parte lo que soy, me distinguen de los demás,
me dotan de seguridad, y hasta me hacen creer que poseo cierto
encanto como el sombrero de la pequeña Duras.
Otros
por el contrario, están empapados de sentimiento, de recuerdos. Y
son lo único que no me deja olvidar, pues la memoria me falla, pero
un objeto es eterno, irónicamente más duradero que la humanidad
misma, que las relaciones, y que los amores.
Un
objeto es la prueba, cuando ya el tiempo hace pensar que nada
existió, que todo fue producto de la imaginación. Mis objetos más
preciados, me hacen recordar, me hacen revivir sentimientos que ya
creía enterrados, me hacen volver a oír palabras, silencios,
añorar, extrañar. Como si me transmite tanto, como negarle así sea
un poquito de alma, la tiene, así sea que se haya quedado con la
mitad de la mía.



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